Publicado en Revista Nana el 28/07/2017
El anhelo de que nada malo les suceda puede llevarnos a la sobreprotección en la maternidad.
El miedo es una de las emociones primarias, junto a la alegría, la tristeza, la rabia, el asco y la sorpresa. Es una emoción tan natural y básica como necesaria para todo ser humano, así como para cualquier mamífero. Este aparece instintivamente con la función de ponernos en alerta ante posibles peligros. Por tanto, sin él ninguna especie podría sobrevivir.
El problema surge cuando vivimos con miedos disfuncionales, miedos que más que ayudarnos a protegernos de peligros reales, nos hacen creer en peligros que no existen y se convierten en impedimentos para adaptarnos al medio y desarrollarnos con normalidad. O cuando determinados temores alcanzan unos niveles tan altos que nos dejan sin recursos para afrontar nuestro día a día. Por tanto, no se trata de no sentirlo sino de aprender a gestionarlo para evitar que se haga tan poderoso que sea él quien nos guíe.
Es claro que el miedo nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, en ciertos momentos aparece de una forma más intensa y llamativa provocando un gran impacto, otras sólo como una ligera llamada de atención, pero lo cierto es que ahí está y en momentos vitales tan cruciales, como es la maternidad, adquiere otra dimensión. El de las madres es un miedo que va más allá de una misma. Tener en nuestras manos una vida tan frágil, dependiente e indefensa con la que nos sentimos tan íntimamente unidas supone tal responsabilidad que se nos despiertan aspectos propios que no conocíamos y surgen miedos varios como a perder a los hijos, a que les pase algo, a no estar a la altura, a no hacerlo bien, a hacerles daño, a ser mala madre…
A la vez, pasar por esta etapa nos despierta áreas internas que estaban dormidas y pueden reaparecer miedos no resueltos de nuestra infancia que, si no estamos atentas, proyectaremos de forma inconsciente sobre nuestro principal foco de atención, los hijos.
La teoría de la terapia sistémica familiar en la que se basan las constelaciones familiares plantea que el vínculo madre-hijo es el más fuerte que se puede experimentar en la vida, y está basado en proyecciones y lealtad. La madre proyecta sus carencias y el hijo, por lealtad, amor ciego y necesidad de pertenencia las asume inconscientemente. Esto nos ayuda a entender como, en un momento tan sensible, nos podemos meter en una vorágine emocional que nos dispara las señales de alarma, miedo, angustia, excesiva preocupación, dificultad para disfrutar, etc. y entramos en un mar de dudas e incertidumbre que nos puede llevar a la sobreprotección como única forma de intentar ganar algo de seguridad.
Queremos protegerles de todo y más, y es normal, dependen de nosotros, la cuestión es ¿protegemos o sobreprotegemos?
Cuando no somos conscientes de la carga propia (carencias, vacíos, inseguridades) ésta actúa proyectándose en el otro, y cuando intentamos proteger desde el miedo, el resultado es más miedo. Les cortamos la posibilidad de vivir su propia experiencia, les limitamos (la idea subyacente es “como yo sufrí en esto a ti también te va a pasar, así que te lo evito”) y les infravaloramos (con las ideas de fondo de “Tú no vas a poder/saber, yo sé mejor que tú y lo hago por tí”). Algunos ejemplos de cómo hacemos esto podría ser que si tuve una mala experiencia en el colegio vivo con angustia la entrada de mi hijo a su etapa escolar y mi comportamiento estará basado en el miedo, lo que sólo puede proyectarle inseguridad a él y aumentar la mía propia. O si viví un divorcio duro entre mis padres que aun no tengo resuelto y mi relación de pareja no va bien, me costará más aceptar que podemos estar mejor separados porque cuando miro a mi hijo revivo mi dolorosa experiencia creyendo que también será la suya.
Cierto es que los padres estamos aquí para guiar y enseñar a los hijos y, si queremos hacerlo sin proyectar nuestros asuntos inconclusos necesitamos tener en cuenta desde donde actuamos ¿desde el amor y la confianza o desde el miedo y la inseguridad? Éstas son dos actitudes con las que afrontar el día a día, el amor y el miedo que, a base de alimentarlos y hacerse presentes en nuestro día a día, se convierten en dos formas de vivir.
El miedo nos encoge, es una energía que va hacia adentro y hacia abajo, el amor y la confianza nos ensanchan y nos llevan a crecer y expandirnos.
Tal vez hasta ahora hemos vivido en una de ellas de forma inconsciente pero cuando la identificamos ya no podemos ignorarla y es importante saber que la podemos cambiar y que cada día podemos volver a elegir, cuando nos veamos donde no queremos estar.
Cuando nos movemos en el miedo nos olvidamos de que estamos aquí para enseñarles a volar y puesto que solo podemos dar lo que tenemos, limitamos nuestra capacidad de movimiento y la suya, por lo que si queremos romper con esto y acompañarles a conquistar su libertad necesitaremos volver la mirada hacia nosotras mismas y resolver todo aquello que nos pesa para tomar la nuestra, volver a creer en nuestras alas y desplegarlas para luego decirles “yo sé volar y te voy a enseñar a volar a ti”.
Cuando comprendemos que nosotros somos libres y podemos tomar la vida al completo, cuando nos damos el permiso para hacerlo, podemos enseñarles a ellos a vivir también desde la libertad, sin robársela. No digo darles porque ya es suya, se la robamos cuando proyectamos en ellos nuestros miedos y carencias.
Los niños necesitan experimentar, escalar, correr, subir, bajar, caerse y volver a levantarse, frustrarse, conseguir logros propios y sentir la libertad con la que han nacido… y ahí estaremos nosotros para cuidarles cuando lo necesiten, para darles nuestro calor y acompañarles en su aprendizaje.
Los hijos son maestros que nos hacen de espejo para darnos la oportunidad de mejorar, de sanar nuestras heridas y superarnos cada día en este camino. Sólo necesitamos recordar algo que este poema de Kahlil Gibran expresa maravillosamente:
“Sobre los hijos”
Tus hijos no son tus hijos
son hijos e hijas de la vida
deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti
y aunque estén contigo
no te pertenecen.
Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos, pues,
ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas, porque ellas,
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar
ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerlos semejantes a ti
porque la vida no retrocede,
ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual, tus hijos
como flechas vivas son lanzados.
Deja que la inclinación
en tu mano de arquero
sea para la felicidad.
Y no se trata de ser la madre perfecta, sino la madre que cada niño necesita, una madre que acepte su propia libertad, que se atreva a mirarse y a confiar en sí misma en todos los roles en los que se quiera desarrollar, mujer, madre, profesional, pareja, amiga, etc.
Ellos ven la vida a través de nuestros ojos, por lo que si yo confío en mí, ellos confían en mí, en sí mismos y en la vida.•
Emma Benítez Quintana
Psicóloga, terapeuta Biogestalt y madre
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